
Maradona, de Fiorito a la eternidad
29 noviembre, 2020Por Juan Manuel Villa
A pesar de que en su última aparición pública lo habíamos notado visiblemente desmejorado, nos resistimos a creer o deseamos que fuese una “fake news”. Fue una negación colectiva, un mecanismo de defensa instantáneo que se fue desvaneciendo con la confirmación de la noticia. Al unísono, un enorme pesar se abatió sobre el pueblo argentino como pocas veces en la vida nacional.
Diego Maradona fue el mejor futbolista de la historia y su obra, como la de los grandes artistas, perdurará en el tiempo. En la Grecia antigua, los dioses, a pesar de ser inmortales, conservaban apariencia humana y tenían comportamientos que, lejos de su condición de deidades, evidenciaban un carácter mundano. Maradona portaba ese halo de divinidad que despertaba un fervor religioso entre sus seguidores y un rechazo visceral entre sus detractores. De acuerdo a la interpretación nietzscheana del fenómeno estético, en la figura maradoniana se entrelazan lo apolíneo y lo dionisíaco: la perfección de las formas y la poesía con el desenfreno y los excesos. Eduardo Galeano lo había definido magistralmente como “el más humano de los dioses” con una pesada carga que debió llevar: “la fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero”.
Maradona fue además un hombre universal, en las partes más remotas del globo su nombre y su rostro se asociaban de inmediato. Era un código compartido a pesar de las barreras idiomáticas. Cualquier turista argentino que recorrió diversas latitudes puede dar fe: Diego era una credencial segura de empatía frente a la otredad cultural. Pero su figura también encarnó un significante asociado a la resistencia plebeya e irreverente frente a los poderosos. Despertó pasiones intensas y eligió ser amado por unos, aun sabiendo que iba a ser odiado por otros.
Su periplo biográfico es literario, abrumador para cualquier mortal que se ponga en sus zapatos. Así lo dice el propio Diego: “a mí, me sacaron de Villa Fiorito y me revolearon de una patada en el culo a París, a la torre Eiffel. Yo tenía puesto el pantalón de siempre, el único, el que usaba en el invierno y en el verano, ése de corderoy”. Sin embargo, Maradona no se acomodó en el molde que le tenían preparado. Expresó una rebeldía esencial que fue construyendo en cada opción. Vestir la camiseta de un humilde club del sur italiano para enfrentarse a los poderosos del norte y vencerlos: elegir, ex profeso, ser David frente a Goliat. El precio de semejante desafío fue la felicidad del sufrido pueblo napolitano que subió a Diego al santuario junto a San Genaro. Las denuncias a los negociados de la FIFA y el impulso al sindicato de jugadores como contrapoder no fueron iniciativas gratuitas. En 1994 pusieron su cabeza en la picota para disciplinarlo; los protagonistas del juego debían seguir siendo convidados de piedra y no discutir la parte del león.
El capítulo antiimperialista fue uno de los más iluminados del diez. Ese camino comenzó a dibujarse metafóricamente frente al país colonialista usurpador de una parte de nuestro territorio nacional. La poesía del mejor gol de todos los tiempos completó la obra iniciada unos minutos antes por la “mano de dios” para que el país, como relató Víctor Hugo, sea un puño apretado. Vencer a los ingleses era algo más que ganar un partido. Luego vendría la entrañable amistad con Fidel y su apoyo incondicional a la Revolución Cubana y más tarde el compromiso con los procesos políticos populares que surgieron en el nuevo siglo con Chávez, Lula, Evo y Néstor y Cristina. La gesta latinoamericana más importante del siglo XXI, el ¡No al ALCA! lo tuvo en un rol protagónico con el célebre tren en el que se dirigió a Mar del Plata.
Tan pronto como Maradona partió se levantaron sentencias de tono moralista de los dueños de las prescripciones éticas. Arriesgamos que esos escrutadores de vidas ajenas son anti maradonianos avant la lettre, que no toleran la riqueza y los matices de los fenómenos populares que son como ríos caudalosos y se alejan de una pureza que sólo existe en la cabeza de las patrullas perdidas. Quien no comprende la intensidad de las pasiones que generó Maradona en el seno del pueblo, probablemente esté incapacitado para comprender cualquier manifestación popular. Ese elitismo de clase disfrazado con fórmulas moralizantes quedó minúsculo y ridículo ante la multitudinaria despedida y el dolor colectivo. Es que, y esto alguna vez deberán entenderlo los detractores de lo popular, el pueblo tiene una lealtad inconmovible hacia quienes lo hicieron feliz. Y Diego lo hizo como nadie.